
Estoy sentada en el suelo. Sucumbo a las plantas, me dejo enmarañar por ellas de espaldas al balcón. Veo a mi izquierda la luna, redonda, plateada hundiéndose en el río. Un río que parece un mar y que lo imita. Estoy tranquila hurgueteando lo que queda de un cordón de mi zapatilla y juego a que no soy más que un simple decorado dentro de esta sala, pero es imposible, mi corazón me marca un ritmo pausado e inusitado. La luna hace el amor con el agua, la siento gemir tanto como yo cuando me hundo en el placer y veo sus ramblas, las mismas que Sabina cantó. Está engarzada en el cielo, en el mismo lugar en donde le sostienen su esqueleto y la amo porque me fue ofrendada varias veces. La sindico como mía. La perfumo y la peino. La acaricio así a tanta distancia. La cuido. Ella me ha hablado de la súplica que García Lorca le infería tras la llegada de los gitanos. Ella me ha contado los senderos que alumbró a caminantes. Ella me habló de la urgencia de dejar de alumbrar ante la salida del sol. Me derramo en el piso tras una música de guitarra que viene de la habitación contigua, tras unos compases que me requieren en toda su magnitud, en toda su danza. Todo lo demás está en calma y soy yo la que sonrío casi imperceptiblemente por la ternura que crepita en la noche. Desde algún lugar llegan deseos imperecederos de una noche plácida y me despido de ella hasta mañana en que proféticamente vendrá a buscarme para contarme más hazañas, todas esas que la honran y que la hacen entrañable.
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