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Se despertó ante el amanecer. Resopló la bronca y –aún- se alegró de estar viva. Nunca supuso que estos últimos meses la debatirían entre sus deseos y sus acechanzas. Tiró de la sábana ennegrecida de tantos cuerpos que alquilaban su cama y su alma, y se fue a preparar un brebaje que sonara a desayuno. Se abrigó mientras el último usufructuador yacía en el lecho. No quería echarlo porque sabía que podía enfurecerse, pero estar a merced de sus antojos, le daba miedo. -¿Qué hacer? dijo por lo bajo. –Nada, se respondió. Sólo la espera de que el cansancio del durmiente la salvara un poco de tanta obligación copular. Siempre era el último y el peor, no sabiendo ella si por su cansancio, ser el último lo convertía en una suerte de alimaña. No importaba, quería alivianar el yugo acabando con él y quizás con los demás, de a turnos. Buscó la tijera. La abrió y cerró varias veces escuchando el rechinar de sus óxidos y se prometió lavar la sangre con mucho esmero. Lo llamó para despertarlo, insistió hasta que abrió los ojos. Le clavó el andamiaje plateado en la garganta y le dijo: “ se acabó” mientras de ahogaban entre chorros del líquido rojo. Obitó o quedó inconsciente por un rato. Ella gemía de placer. Fue el primer orgasmo después de mucho tiempo.
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