Una antigua deidad de la cosmogonía diaguita-calchaquí es el Pujllay. Se trata de un diablito al que simbólicamente se lo desentierra al comienzo del carnaval – especialmente en el altiplano boliviano y en nuestras Jujuy, Salta vallista y La Rioja -: él, desata la fiesta, inspira a los músicos y copleros y moviliza a todo aquel que tenga ganas de bailar y alegrarse por un rato.
Se contrapone con la figura el conocido Rey Momo, el cual se muestra muy elegante, atrevido y desenfadado, mientras que el Pujllay es sencillo, vista viejas ropas remendadas y se confunde como uno más de los participantes del carnaval.
En el primer párrafo se comentaba que se lo desentierra para dar comienzo a la fiesta, y al llegar el miércoles de ceniza se lo vuelve a enterrar hasta el año próximo, honrando a la Pachamama y rogando por salud y buenas cosechas.
El arquetipo que se insinúa es tentador en extremo: si bien desde los tiempos coloniales el carnaval ha sido el corto lapso en el cual los poderosos permiten al pobrerío desatarse y alegrarse en lo prohibido; ellos tienen la llave
–Nosotros lo soltamos y nosotros lo guardamos para volverlo a soltar-
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En los tiempos míticos, los pibes de mi barrio brujo –tiempos consignados hace no más de cuatro años, ya que lo han asolado la miseria el paco y las balas- se reunían desde diciembre preparando secretas estrategias para los tiempos del carnaval.
Y claro, a la vista de todos.
Y, por supuesto, todos traían antecedentes: padres, abuelos o tíos de Oruro, Maimará, Famaillá, Humahuaca, Tarija…
Sustentaban todo en la organización de la murga barrial. Era habitual sábados y domingos por la tarde bombos ejecutados con mangueras de 30 cm, redoblantes muy baqueteados y platillos de charleston sin el pié. (Esto ocasionaba la generación espontánea de cierto nivel de odio, dado que la conspiración prefijaba ensayos a las ímprobas horas de la siesta).
Pero los confabulados eran inmunes a todo tipo de agresión, el objetivo era muchísimo más importante.
Por ello, no se les movía un pelo al administrar generosamente migrañas a granel e inflamaciones de tímpanos sin límite.
(Cabe aclarar que el plan secreto no se limitaba al mero ejercicio percusivo. Otra de las claves era la música, y muy especialmente las letras. Siempre iba in crescendo. Primero uno, ya eran tres, luego veinte, luego todos.)
Pero jamás –y recalco el jamás- se dejaba la antífona primordial de estos casos
- ¡Canten, putos!
Era tarea constante y desgastante de varios meses.
Porque sus ancestros tenían a su favor el desatar la alegría con una tradición que implicaba liberar al Pujllay de su lecho de tierra.
Y mis hermanos conspiradores se las veían en figuritas porque sabían que tenían la llave.
Sólo que en estas crueles ciudades hay que sacarlo del asfalto y el concreto, de la desidia y el olvido.
Aún así, lo lograban.
Y con otros pibes confabulados en lugares ignotos de la ciudad, desataban la alegría, sabedores de que la misma era temporaria, pero con el corazón engrandecido por saberse poseedores de tan grande secreto.
- Tenemos la llave –
Claro, hablamos de tiempos míticos...
Pero abusando de cierta ingenuidad congénita, sabemos que el Pujllay anda también escondido por estos pagos de cemento.
¿Será cuestión de que los poseedores de la llave para poder soltarlo, con la generosidad que siempre han tenido, lo suelten y podamos ilusionarnos con la alegría que cada vez más parece vedada?
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Noc
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