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23 de noviembre de 2011

Él y ellas



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Él era un hombre que se levantaba todas las mañanas entre sueños, des-tiempos y añoranzas. Era notablemente cumplidor con sus obligaciones como si fuera parte del sentido de la vida. No sabía que su propio cuerpo, sus movimientos, sus pensamientos y sus sentimientos, eran su totalidad y, que lo demás, contingente a cada mañana, a cada rumbo, a cada estela perdida. Después de hacer mecánicamente todo lo que estipulaba como indispensable antes de salir, partía a enseñar algo que a los demás los deje volar tras una ilusión. Él sabía que esa era la manera más clara de ayudar a los olvidados de siempre y por todos.


Fue en dirección del Braulio Moyano para consolar a un grupo de mujeres que lo esperaban ansiosas. Amaban su cadencia y le agradecían desde sus ojos, ese tiempo sin tiempo que transcurría entre aprendizajes, los que sean. Él les traía las voces de afuera, todas en su voz. Él le dibujaba entre sonrisas los aromas del otro lado. Él sumergía sus ansias en las de ellas y ellas, sabían que era un hombre milagroso que venía a rescatarlas de tanta infamia, de tanta carencia, de tanto dolor. Terminada la clase, él se dirigía al bar a tomar un café y algunas de ellas lo seguían para poder perpetuar un poco más esa magia de su presencia. Estaban excitadas por lo contentas y se sentaban alrededor de él, mirándolo fijo, entre seriedad y risitas cómplices que él amaba tanto. Todas en un acto reflejo miraban la estantería de tortas que se ofrecían, algunas impávidas y otras refulgentes. Pero como en la vida, más de una vez lo refulgente carece de materia y en este caso, a las claras, carecían de un supuesto rico sabor. Pero eran muy coloridas, muy llamativas como un bello hombre o una bella mujer y eso las atraía aún más. Él les ofrecía que elijan y ellas sin dubitación alguna, señalaban las que reinaban por los matices de colores. Él pedía una porción para cada una y ellas dentro de todo su dolor, palpitaban ese trozo de torta seca, insípida, añeja, revolviendo en los huecos de esos sueños que no fueron, en la infancia lejana a todo festejo. Y era así, cada bocado era una torta de cumpleaños que olvidaron desde siempre, porque nunca nadie rescató con felicidad el día de sus nacimientos. Él sí, el sabía que ese era el significado entre risas y miradas profundas y se sentía complacido mientras afuera los árboles tumbaban sus verdes acariciando el viento. 
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27 de octubre de 2011

la victoria del río

             

Por Tato Contissa

 
El río tiene, con ser muchos, todos los colores necesarios. Se mueve entre extrañas alegrías, pesares a la altura de los ojos y canciones flameando de banderas.

... La muerte, en tanto, tiembla en el cajón cerrado. Sabe, porque ya ha sido mil veces derrotada, que esa multitud viene a vencerla y a quitarle esos despojos que apenas ha podido retener por unas horas.

No la consuela sentir la carne corromperse, porque esas voces le gritan al cuerpo y lo estremecen, infundiéndolo de gestos vívidos y de antiguos movimientos. Las manos hachando el aire, los ojos mirando unos metros por encima del cielo, las voces engarzadas en toda la música posible.

La muerte, esa allí apostada y toda la otra muerte que es la muerte misma, tiembla en el tremolar de esa carne vivada por las multitudes, porque la memoria de otros muertos vitoreados le advierten que está siendo acechada por la historia.

Esos que pasan a su vera, tan cerca de su ser inexorable, y tan alejados -sin embargo- de su garra, se parecen absolutamente a la continuidad humana de la historia.

La historia, una jurisdicción en la que la muerte no tiene derechos y sólo se limita a ser una nota de relato y el gesto pequeño de la vuelta de página.

Allí, en la historia que anda, la muerte no tiene facultades, es apenas una pobre carroñera llevándose jirones de nada a su guarida sin memoria.

El río no cesa, y hace pesar esa insistencia en la quejumbrosa osamenta de la parca. Ese muerto se prolongará en otras vidas en una sucesión que solivianta el sueño de la eternidad humana.

La trascendencia es la ensoñación de esos animales ingenuos que somos los hombres y las mujeres de la historia. Poseedores de un carácter común y un oído especial para las causas trascendentes, ese río se llama pueblo.

Hay más aguas nuevas en el curso de tanta agua, es mayoritariamente joven la Argentina del río.

Una mujer posa su mano sobre ese cauce dolorido una y otra vez. Se moja en ese amor y se unge. Se hace cargo del dolor ajeno con la sola autoridad de su dolor.

La muerte está sitiada, acorralada entre esa mujer y el río, apenas un corifeo miserable ensaya cocoritas desdeñosas desde algunas mezquinas pantallas muy alejadas de la plaza.

La muerte no consigue ayuda, ni aliados, ni custodios, ni nada. El portento del río y esa mujer son demasiado para su gris menester. Un alma más que se queda el río, piensa, un alma más para la historia, sabe.

Se aleja a sus otros trámites caminando hacia el otro río, disimulándose entre los transidos corazones que mojan las orillas de la plaza.

La noche llega para que sea más bella la luz reflejada en ese obstinado río de amor. Amanecerá, más seguramente que nunca.

Ahora llueve.

Llueve, llora, el cielo llueve, el pueblo llora. El que sabe llorar sabe limpiarse los ojos para ver mejor el futuro. El río ha ocupado el centro de la historia.
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23 de septiembre de 2011

decir

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Dije que iba a volver cuando cambie mi foto del portaretrato. Dije también que tu sombra perdura en esa cama, que tu ternura aún anda a hurtadillas y que el agua para el te está justa en su graduación. Dije también que me acompañó un frío inigualable, afuera, no por dentro y dije también que los trayectos son definitivos fuera de la distancia. También dije que aquí, en mi interior, la suavidad de mi sentimiento se asemeja a cualquier solo de violín. Dije que te llamaría a cambio de tu llamado. Miro por la ventana. Afuera se muestra hediondo y acá la paz subyace cualquier artificio. Alguien duerme cerquita, desplomado de risas, cantos y descubrimientos. Todavía añoro tu brazo sobre mi hombro como una enredadera. Dije que habría posible perennidad y asentiste. Me siento a pensar todo lo que no supe expresar. Abro la ventana y una flor arrebata mi aroma a mujer amada.
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(..)

9 de agosto de 2011

regreso


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Amanecía. La llanura despertaba del letargo nocturno con oleajes de viento y tierra que inundaban la alquería. Los perros, todos hambrientos se echaban bajo la futura sombra de una pobre arboleda. La sequía había hecho estragos. Ya ni siquiera se imaginaba el verde. El amarillo resplandecía socorronamente. Ella se levantó del catre despaciosamente. Recordó que tenía algo que hacer. Contempló por la abertura la carreta que la esperaba. Se despidió con una sola mirada a su choza y salió. Decididamente con pocos movimientos se subió al carro de ruedas rechinantes y caballo viejo. Castigó con bravura al desvencijado animal que a todo galope aumentaba la polvareda que ella tragaba en bocanadas interminables. El camino hacia el pueblo vecino era tan directo como su necesidad de llegada. La tristeza la invadía. Creía con convicción que no iba a disipar su angustia y soledad. Llegó al caserío. se bajó y se dirigió pausadamente hacia una puerta que golpeó sin disimulo. Antes que abrieran, ensanchó la cintura de su falda, desenvainó el facón que había descolgado de la pared y esperó. Preguntó desde el dintel a una mujer por Juan. -Entre, le espetó. Él estaba cerca del fogón, de pie y espectante. Ella se le acercó lo suficiente para hacer efectivas las dos puñaladas que le acertó, él no se había resistido. La última lo inundó del fluído granate con voluptuosidad. Con todas sus fuerzas retiró del medio del pecho el arma silenciosa, la limpió con suavidad y determinación. La acarició y la guardó entre sus prendas. Se cargó al hombro el muerto y ante la mirada hipnotizada de muchos, lo descargó brutalmente en el carromato. Se subió y al grito de ¡arre! retomó el regreso. La polvareda fue el telón que resguardaba su figura y su trayecto. Atardecía. Hacía poco que el último de sus hijos le preguntó - ¿Y papá cuándo vuelve?. -Pronto, muy pronto, le respondió.
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26 de julio de 2011

hoy

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Hoy fue un día casi inédito. Hoy volví a corroborar que, para algunos, las palabras no suelen sostenerse con los hechos. Hoy corroboré que si sigo entregando mi confianza así, porque sí, saldré muy dañada de esta vida. Hoy supe que hay límites que no deben cruzarse ni intentarlo. Hoy supe que tenía un amigo que no lo era. Hoy terminé con la tarea de ser sincera porque la oscuridad empaña. Hoy supe que puedo odiar. Hoy supe que no vale la pena. Mi desencanto abruma en la noche de hoy.

Hoy un hombre ha muerto en mi corazón.

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12 de julio de 2011

la carta


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Ella tenía los brazos cruzados mientras esperaba el tren. Le apetecía tomar alguna bebida que no estaba dentro de sus posibilidades. -No importa, se dijo para sí. Había conocido rostros que se convirtieron en lobos, esos lobos que nunca atacan pero sí vigilan. Tuvo la impresión de que habían querido desollarla y ella tuvo la suficiente lucidez de acecharlos mucho más, hasta que huyeron. No le gustaba que arremetieran sin su anuencia, pero era benefactora de una cordialidad que ocultaba la mayor de las astucias. Hacía calor y varios perros callejeros se acercaron para olfatearla, como los lobos que espantó, pero no le disgustó la idea de los canes a sus pies. Era el estival 7 de febrero de 1935. Sólo llevaba un recado a otra persona que vivía en un pueblo distante. El sol le quitó la imagen de los andenes. Su sombrero no alcanzó a resguardarla. Puso su mano horizontal sobre la frente y frunció el ceño. ¿Cuánto más debía esperar acicalada, sentada en la estación? ¿Qué contendría este sobre? Sus pocos años adolescentes la inquietaron y recordó lo que le habían dicho - Toma este sobre, pero que no te atrape la ansiedad. Hizo caso mientras daba vueltas ese envoltorio de papel de un lado al otro. Llegó el tren, se anunció como siempre y subió lentamente peldaño a peldaño hasta ubicarse comodamente. Llegó a destino. Se apeó arreglándose su pollera y rumbeó hacia la calle Rosa de los Alpes número trescientos cuarenta y nueve. Aplaudió insistentemente con sus manos frente a la puerta de entrada. No sabía quien la esperaba ni tampoco para qué tantas peripecias y en verano. En un momento, un hombre mayor y achacado por los años le preguntó que quería y ella, después de presentarse, le dijo cuál era el motivo de su visita. Le extendió el sobre. El anciano se lo arrebató y en el afán de descubrir lo que contenía, casi destruye el sobre y la nota incluída en él. -Espere señor, yo lo abro y se lo entrego para que lo lea. El anciano accedió. Ella despaciosamente buscó el contenido. Él le solicitó que se lo leyera. La nota estaba fechada ese mismo día y año y sólo contenía tres palabras manuscritas: "Es la hora". Las leyó en voz alta y el hombre lascerado de tristeza, se largó a llorar y cayó instantáneamente al piso. Había muerto.
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Ella tenía los brazos extendidos al lado de su cuerpo esperando el tren. Se prometió a si misma desoír a Lucifer otra vez.
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11 de julio de 2011

musas

Ellas han aparecido de la nada, silbando en mi oído y prometiendo hacerme compañía mientras las gamas de colores en las letras despiertan parcimoniosamente. Tenues atisbos de seda en sus cuerpos que bailan y ejecutan ternuras. Siento que vuelvo...