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Él era un hombre que se levantaba todas las mañanas entre sueños, des-tiempos y añoranzas. Era notablemente cumplidor con sus obligaciones como si fuera parte del sentido de la vida. No sabía que su propio cuerpo, sus movimientos, sus pensamientos y sus sentimientos, eran su totalidad y, que lo demás, contingente a cada mañana, a cada rumbo, a cada estela perdida. Después de hacer mecánicamente todo lo que estipulaba como indispensable antes de salir, partía a enseñar algo que a los demás los deje volar tras una ilusión. Él sabía que esa era la manera más clara de ayudar a los olvidados de siempre y por todos.
Fue en dirección del Braulio Moyano para consolar a un grupo de mujeres que lo esperaban ansiosas. Amaban su cadencia y le agradecían desde sus ojos, ese tiempo sin tiempo que transcurría entre aprendizajes, los que sean. Él les traía las voces de afuera, todas en su voz. Él le dibujaba entre sonrisas los aromas del otro lado. Él sumergía sus ansias en las de ellas y ellas, sabían que era un hombre milagroso que venía a rescatarlas de tanta infamia, de tanta carencia, de tanto dolor. Terminada la clase, él se dirigía al bar a tomar un café y algunas de ellas lo seguían para poder perpetuar un poco más esa magia de su presencia. Estaban excitadas por lo contentas y se sentaban alrededor de él, mirándolo fijo, entre seriedad y risitas cómplices que él amaba tanto. Todas en un acto reflejo miraban la estantería de tortas que se ofrecían, algunas impávidas y otras refulgentes. Pero como en la vida, más de una vez lo refulgente carece de materia y en este caso, a las claras, carecían de un supuesto rico sabor. Pero eran muy coloridas, muy llamativas como un bello hombre o una bella mujer y eso las atraía aún más. Él les ofrecía que elijan y ellas sin dubitación alguna, señalaban las que reinaban por los matices de colores. Él pedía una porción para cada una y ellas dentro de todo su dolor, palpitaban ese trozo de torta seca, insípida, añeja, revolviendo en los huecos de esos sueños que no fueron, en la infancia lejana a todo festejo. Y era así, cada bocado era una torta de cumpleaños que olvidaron desde siempre, porque nunca nadie rescató con felicidad el día de sus nacimientos. Él sí, el sabía que ese era el significado entre risas y miradas profundas y se sentía complacido mientras afuera los árboles tumbaban sus verdes acariciando el viento.
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