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9 de agosto de 2011

regreso


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Amanecía. La llanura despertaba del letargo nocturno con oleajes de viento y tierra que inundaban la alquería. Los perros, todos hambrientos se echaban bajo la futura sombra de una pobre arboleda. La sequía había hecho estragos. Ya ni siquiera se imaginaba el verde. El amarillo resplandecía socorronamente. Ella se levantó del catre despaciosamente. Recordó que tenía algo que hacer. Contempló por la abertura la carreta que la esperaba. Se despidió con una sola mirada a su choza y salió. Decididamente con pocos movimientos se subió al carro de ruedas rechinantes y caballo viejo. Castigó con bravura al desvencijado animal que a todo galope aumentaba la polvareda que ella tragaba en bocanadas interminables. El camino hacia el pueblo vecino era tan directo como su necesidad de llegada. La tristeza la invadía. Creía con convicción que no iba a disipar su angustia y soledad. Llegó al caserío. se bajó y se dirigió pausadamente hacia una puerta que golpeó sin disimulo. Antes que abrieran, ensanchó la cintura de su falda, desenvainó el facón que había descolgado de la pared y esperó. Preguntó desde el dintel a una mujer por Juan. -Entre, le espetó. Él estaba cerca del fogón, de pie y espectante. Ella se le acercó lo suficiente para hacer efectivas las dos puñaladas que le acertó, él no se había resistido. La última lo inundó del fluído granate con voluptuosidad. Con todas sus fuerzas retiró del medio del pecho el arma silenciosa, la limpió con suavidad y determinación. La acarició y la guardó entre sus prendas. Se cargó al hombro el muerto y ante la mirada hipnotizada de muchos, lo descargó brutalmente en el carromato. Se subió y al grito de ¡arre! retomó el regreso. La polvareda fue el telón que resguardaba su figura y su trayecto. Atardecía. Hacía poco que el último de sus hijos le preguntó - ¿Y papá cuándo vuelve?. -Pronto, muy pronto, le respondió.
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