A los anónimos, especialmente a usted, desde mi manifiesto.
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Y resulta que algunos se atreven a acusar pero sin hacerlo, a señalar sin propiedad y tan es así que no se animan a suscribir sus maledicencias. Los espejos no los reflejan, por eso sus palabras son mierda a la hora de soltar frases carentes de sustento (por eso el anonimato). Todo se me figura parecido a la existencia de los testigos de identidad reservada: Van tras una verdad no muy convincente porque temen las consecuencias, entonces hablan a escondidas, meten fuego en todas las leñas ajenas y son imbéciles que no ponen el pecho, pero sí llenan de balas el de los demás.
Escupen estiércol porque lo son. Se esconden tras los jugones de terciopelo y se mueven dentro de una irrisoria simpatía que los hace horrorosos. Son ambivalentes, oscuros, pobres de espíritu, incapaces de volar y vengativos si rechazamos sus ofrendas.
Y ahí van como vacas al matadero, dentro de una jaula de previsibilidades, impolutos en la buena fe, austeros de solidaridad, amarrando entre sus manos tristes dosis de mediocridad, intentando arañar cielos que ni siquiera han soñado.
Nada se puede hacer más que demostrar que, dentro de nuestras miserias, hay una que no nos roza y es especialmente la de ser cobardes. Sabemos desde el fondo del corazón que esas personas que hemos conocido, que oficiaron de diferentes, se unen en el vértice de lo común, de lo figurativo, de lo asquerosamente asequible, de lo infinitamente gris, de lo presuntuosamente incapaz, aunque crean ser mejores que el resto.
Todo me aleja de sus vulgaridades, de su vergonzoso historial, no por historial, sino porque lo esconden, lo guardan, lo silencian… y les dedico estas palabras porque a veces es bueno remontar la cuesta enarbolando la propia astucia, esa que nunca supieron que convive en nosotros.
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