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Suele bajarse de la cuna de la misma manera que los cowboys del lejano oeste se apeaban del caballo, y viene sigilosamente a mi cuarto, al lado de mi cama. Apoya su mano derecha en mi mejilla y me acaricia fuerte para que me despierte. Me da un beso con la boca abierta y pasa su lengua por mi rostro e instintivamente lo beso dormida y lo acuesto en el medio de la cama. Me mira con sus ojos inspiradores de todas las ternuras del mundo y voy a calentarle la mamadera, mientras le acaricia la espalda a su padre y lo llama insistentemente para que se despierte, hasta que lo logra y es allí donde se sonríe cuando escucha de esa voz masculina “Hola campeón”. Es así: Entre nosotros no hacen falta palabras. Los dos sabemos que nada es más importante que uno con el otro, y el otro con uno. Empezó a tararear canciones antes que a hablar. Ahora canta en su dialecto que yo me atrevo a traducir. Anda por la vida pisando fuerte y apostando a eso que aún no conoce y que vuela a su alrededor, y son los sueños que lo corroen y lo desvelan. Su conejo de peluche casi no tiene orejas porque sus dientes nacieron a esos efectos, a esos fines, a esos resultados de morder para conocer. Y alza los brazos para alcanzar las nubes desde los hombros de su padre. Sus manos se estiran y hay carcajadas constantes porque le gusta el vuelo rasante de las palomas. Vigila, observa, nada es posible sin su libertad. Él sucumbe a sus pies descalzos y a la ausencia de remeras. Corre y se esconde en alguna esquina de la casa. Espía y lleva en su cabeza alas que yo veo, que yo percibo, que yo le anuncio, y él sube sus brazos para tocarse el cabello y decirme que no están, abriendo las palmas hacia fuera y levantando los hombros. Sabe todos los interrogantes porque no hay respuestas a esta gloria de vivir y crecer. Y va atrás de mis pasos como un apéndice de dicha que se me descolgó. Me abraza las piernas y pide que lo alce. Y desde mis brazos, pegado a la ventana, suspira vientos con aroma a magnolias que, seguramente, han venido a coronarlo.
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