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Llovía y ella estaba sentada al borde del cordón, agazapada, sosteniendo sus piernas con sus brazos y su mentón en el cuenco que quedaba entre sus rodillas. Se hacía llamar Blondy porque le gustaba, porque era suave, porque su otro yo deseaba poder ser menos apocalíptica, dejar de ser por un rato, la hija de la lágrima. Cuando repetía por lo bajo su nombre, se aletargaba, se cocía a fuego lento todo aliento de esperanza, aunque sea cortita. Blondy, Blondy, Blondy. De esa manera sonreía. Blondy, Blondy, Blondy. De esa forma creía en el amor perenne. Llevaba, esa noche un buzo con capucha que la cubría de la fría y persistente garúa, pero no podía destronar de sus pestañas, las gotas acumuladas como si fueran estalactitas. Tenía que pestañear, pero no quería. Estaba esperando que él se asomara por la ventana iluminada de su cocina y los párpados podrían jugarle una mala pasada si los cerraba seguido. Lo divisó tras el vidrio, yendo y viniendo y pensó que una pipa le quedaría muy bien entre sus labios porque así podría seguir su rumbo tras el humo antes que se disipase, cuando desapareciera de la escena. Blondy estaba al cruzar la calle. Nunca él podría verla porque estaba camuflada con la noche. Muchas veces supo de sí misma, que podría llegar a ser como un perro que sólo desea caricias y ternura, sólo eso, sin gritos ni atropellos, otras veces soñaba con poder ser gata que no necesita de tanta atención inmediata, pero ella era las dos cosas a la vez. El cielo tronó y recordó a sus muertos y que era imperioso ir a llorar la extrañeza junto a las tumbas. Era amiga de la muerte porque desde allá había gente muy querida que quizás la estaba esperando, pero entendía que se llega sin anticipación a todos los lados. Por eso estaba allí. Quería verlo a él a la distancia, sus movimientos, sus giros, sus manos volar sobre el vidrio del ventanal, escuchar sus romances con la música e inventar su introspección. Blondy desde sus ojos inmensamente negros, lo observó mirar el cielo, ese que no se veía, pero que era inevitable tratar de demarcarlo en su territorio. Tronó a modo de queja por segunda vez, iluminando por breves segundos lo que contenía la calle. Él la vio. Ella no se movió. Él acercó su rostro al vidrio con sus manos a ambos costados de la cara. Se retiró del vidrio y ganó la calle. Blondy se sumergió entre sus propios brazos montados en cruz sobre sus rodillas flexionadas, mientras oía pasos que iban a su encuentro. Él se agachó y tomándola de un hombro, le preguntó – Ey, ¿que hacés acá bajo la lluvia?, -Nada, dijo Blondy, me senté a descansar, es que vengo desde lejos, ¿sabés?, - Entonces, vení conmigo, entrá a la casa, estoy por comer algo, -No, gracias, dijo Blondy, mientras se ponía de pie. –Me tengo que ir, agregó. Él se paró frente a ella y musitó –Si ahora estás acá, qué mejor. Ella dio un paso hacia la izquierda y siguió su camino, contestándole sin darse vuelta –Tal vez en algún mañana ¿No te parece?, -No, dijo él. La vida es hoy. Y ella, saludándolo con la mano en alto, le dijo a modo de una despedida, -No, la vida no es hoy, es todos los días y vos quizás estés en el mañana. Se dio vuelta para mirarlo, le sonrió y se marchó. Él no agregó nada. Antes de entrar a su casa, miró el cielo otra vez, vio aparecer una estrella, se echó a reír y le tiró un beso.
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